jueves, 5 de mayo de 2011

El Cantante

Conocí una vez un cantante que entonaba canciones de otros. Canciones de autores conocidos y no tanto. Lo hacía de un modo que nadie jamás podría igualar, inclusive mejor que el propio autor. Podía cantar desde una guajira a un tango, desde rock metálico a bolero. Solía autodenominarse como “versátil” para la música. Lo único que no podía hacer, era escribir sus propias canciones. Y no es que no supiera escribir, era que no sabía expresar sus sentimientos en papel.
Un día, después de bajarse del escenario, donde interpretó a Louis Amstrong, le dije, con intención de alagarlo, que debería cantar canciones de propia autoría. Me miró como si lo hubiera insultado, me preguntó si no me había gustado el show, que podría dejar de acompañarlo si fuera así. Quedé estática.
- No fue eso lo que quería decir. Todo lo contrario. Me parecés un excelente cantante, pero me gustaría escucharte cantar algo que hayas escrito vos. Sólo eso.
Simplemente hizo como si no hubiera entendido ninguna palabra de lo que dije, se dio media vuelta y continúo saludando al público.
Por un tiempo me pregunté cuál era la razón de que no escribiera sus propias letras y porqué se había enojado tanto esa vez del “tributo al jazz”. Después olvidé el asunto y no volví a cuestionar. Sin embargo, de vez en cuando me miraba como si lo estuviera juzgando, como si lo hubiera lastimado. Nunca dijo nada, y más allá de esas miradas, nuestra relación seguía como siempre.
El primer día que nos vimos, yo estaba tomando un café en la confitería de mi nueva ciudad, tratando de organizar mi agenda de viajes. Ese año había sido muy ajetreado, y por eso había decidido instalarme un tiempo más en esa ciudad-pueblo. Yo estaba sentada en la mesita de afuera cerca de la entrada, sumergida en papeles de diarios y mi agenda cuando él entró en la confitería con aire de estrella de cine, y no era para menos, todos los clientes y empleados lo saludaban y felicitaban por algún show al que habían asistido. Yo lo miré indiferente, me pareció un tipo rudo y de mal gusto para la ropa. Seguí con mis cosas, hasta que un charco de café cayó sobre el diario donde tenia marcado algunos clasificados. Camilo, así es su nombre artístico al cual aún no le encuentro el fenómeno, no había visto el desnivel de la entrada. Se dobló el tobillo derramando su café cortado y sin azúcar sobre mis hojas. Después de 5 minutos de disculpas, me invitó unas medialunas y se sentó a charlar conmigo, para “conocernos”. Me contó donde vivía, de porqué la clientela lo saludaba con tanto énfasis y me invitó, como acto de bienvenida, a un recital que daba el sábado en el teatro de la ciudad a las 21 horas. Conversamos por unas dos horas, nos reímos mucho y entonces dejó de molestarme el pelo engominado que estilaba usar.
Así comenzó nuestra amistad, yo lo acompañaba de un recital a otro, de una velada elegante a un antro de la ciudad y él, escuchaba mis quejas cada vez que era despedida de algún empleo, ya que nunca fui buena para recibir órdenes.
Camilo era conocido por todos, inclusive en las ciudades vecinas, a las cuales había visitados contadas veces. No le gustaba viajar, todo lo contrario a mí, pero se deleitaba escuchando mis relatos de los viajes que había realizado y de los lugares que conocí. Hacía muchas preguntas sobre mis continuos traslados y al final del interrogatorio solía quedarse reflexivo. Nunca supe que le pasaba por la cabeza en esos momentos. Nunca pregunté para no desterrarlo de su mundo abstracto.
Nos llevábamos muy bien con Camilo, él se comía las masitas de membrillo y yo las de dulce de leche; hacia de su estilista y él de mi psicoanalista; le escribía el repertorio de cada show y él me dedicaba las canciones que más le gustaban. Así fuimos llevando nuestra amistad.
Un mes antes de determinar cual sería mi destino, ya que el poco ahorro que guardaba estaba llegando a su fin, la peluquera comenzó a hacerme muecas cada vez que se hablaba de Camilo en el salón de belleza mientras yo barría cabellos teñidos cortados de las clientes. Al principio, no entendía ninguno de sus gestos, después comencé a sospechar que eran burlas guasas hacia una imaginaria relación amorosa entre Camilo y yo. Fue la razón de mi renuncia.
La tarde de otoño tomábamos té con galletitas de maicena en la confitería, sentados en la mesa cerca de la entrada, como de costumbre. Camilo me contaba sobre las canciones nuevas que quería incluir en su repertorio entretanto yo planeaba mentalmente mi próximo viaje. Cuando me solicitó una opinión sobre sus nuevos “tesoritos”, era así como llamaba a los nuevos covers, no supe qué decirle porque no le estaba prestando atención. Camilo era una persona bastante sensible a las opiniones ajenas, por lo que tenía que ser muy cuidadosa cada vez que comentaba algo sobre su profesión. Hice como que reflexionaba sobre el tema, mientras ideaba alguna frase que me hiciera escapar de la situación, pero no pude, y me tuve que disculpar y confesarle de anticipado que había decidido cambiar de hogar. Camilo me miró desconcertado, de repente dijo que tenía que ensayar, se levantó y se fue. Dejó la cuenta sin pagar. Nunca antes había pagado yo la cuenta.
Faltaban tres días para juntar las valijas y tomarme el colectivo que me transportaría al aeropuerto de la ciudad vecina, donde el avión más pequeño me llevaría hacia la urbe donde viven mi hermana y sus hijos. Quería disfrutar los últimos días de ese pueblo-ciudad que tanto me gustaba, más allá de las malas experiencias laborales que había tenido ahí. Lo tenía todo programado, en qué lugar desayunar, por dónde caminar, en qué pub tomar las últimas cervezas y había pensado hacerlo todo con Camilo, pues era él mi amigo. Esa mañana de jueves fui a buscarlo para tomarnos la chocolatada, pero no estaba, su vecina me dijo que había salido muy temprano. Recorrí en los lugares comunes a nosotros y lo encontré en la colina del parque, sentado en el pasto, solo, mirando la nada. Me acerqué despacio para no distraerlo pero me había reconocido mucho antes que yo a él. Lo saludé y me senté a su lado, sin decir nada. Camilo suspiró profundo y me miró fijo a los ojos, traté de descubrir que era lo que tenía guardado en su interior pero nada más dijo: -Vamos a desayunar.
A pesar de que nuestros paseos siempre fueron ralentizados por nuestras charlas desbordantes, ese día caminamos sin hablar aunque no fue un silencio incómodo. Pasamos mis últimos días recorriendo los rincones del pueblo, sacándonos fotos y riéndonos de las anécdotas. No me había dado cuenta, hasta esos días, lo bien que había pasado durante 9 meses en ese pueblo desconocido por muchos.
Camilo no quiso acompañarme a la terminal, tampoco insistí mucho, ya estaba acostumbrada a despedidas solitarias. El viaje fue tranquilo, no recibí ningún mensaje de texto en el celular, pues Camilo no tenia uno, ni siquiera una dirección correo electrónico, apenas un teléfono fijo mediante el cual hacia los contratos. Llegué al aeropuerto y tenía la esperanza de encontrarlo ahí, como una sorpresa, pero no, no estaba. Embarqué, volé y desembarqué donde mi hermana me esperaba con una sonrisa, hacía mucho tiempo que no nos veíamos. Cuando llegamos a su casa y después del alboroto por mi llegada, disque el número del cantante. Nadie atendió. Intenté unas seis veces más durante ese día y nunca con buen resultado.
Mi hermana me mostraba entusiasmada su casa, la tarea de los chicos, los vecinos, la ciudad, y yo en lo único que pensaba era en Camilo, me preocupaba su ausencia. Probé llamarlo una vez más, y me atendió su vecina, me dijo que estaba de casera porque Camilo había viajado a la ciudad de al lado. Le pregunté cuál era el motivo y cómo estaba él.
- Mirá, parece que tiene un recital o algo así. Lo único que me pidió fue, que le riegue su planta. Él está bien, que se yo. Viste como es él, medio raro, su casa está llena papeles escritos por la mitad y algunos arrugados. Parece como que estaba queriendo escribir una canción. ¿Lo podés creer?
Le dejé mi saludo, el número teléfono de mi hermana y la dirección de mi nuevo domicilio.
Por varias semanas esperé su llamado hasta que mi atención se enfocó en la mudanza y mi nuevo trabajo. Por fin, había conseguido trabajo en un lugar que adoro: un café literario; eso fue suficiente para que retenerme por un tiempo considerable en un mismo lugar. Con el tiempo, me fui haciendo amiga del dueño, un muchacho joven y buen mozo, e hicimos una sociedad. Actualmente convivimos.
Pasaron varios años, y siempre había algo que me hacia acordar a Camilo, alguna canción o algún chiste sin gracia. Hace dos semanas mi hermana me llamó para avisarme que había llegado algo para mí. Fui más por curiosa que por otra cosa. Era una carta de Camilo, reconocí al instante la escritura del sobre, por la forma de la letra “A” medio enrulada en la colita. Abrí la carta desesperada y con una mezcla de sentimientos, miedo, alegría, desconcierto. No pude contener el mar de emociones que me recorrían el cuerpo cuando vi que era la partitura de una canción y más aún porque estaba escrita por él y porque la llamó como yo: Esperanza.
Quise contactarme con Camilo, pero su teléfono daba como si estuviera desconectado, por lo que le escribí una carta agradeciéndole por tan hermoso regalo. Espero que responda.
Hace unos días atrás la hice grabar por unos amigos músicos. La escucho en las mañanas. Es hermosa, aunque Camilo no la canta. Esta vez fue él quien expresó en un papel lo que tenía guardado detrás del cantante, y fueron otros que lo interpretaron tal como le hubiera gustado a él. Lo sé. El cantante cantó con el alma esta vez.

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